miércoles, 19 de enero de 2011

El cuento (versión en castellano)

Mi Cristina

Mercé Rodoreda

¿Tantos años has vivido dentro?...¿Y cómo te las arreglabas?, me dicen. Tienes que ir a hacerte los papeles. Y me miran y en las comisuras de los labios les veo un principio de risa. Vuelve, me dicen, vuelve. Pero cuando vuelvo se mosquean: ven mañana, aún no sabemos nada, ven pasado mañana. Y uno de ellos, el del bigote, estira una mano con los dos primeros dedos bien juntos y hace como si le diese vuelta a una llave y me dice, clavándome una mala mirada: si no vienes a buscar los papeles, ya lo sabes...y venga a mover la mano...y yo llevo dentro una pena que me mata, pero nadie lo sabe. Así ocurrió, y sin testigos. Y no me quejo.

El mar entero era un gemido y una ráfaga y volantes de olas y yo atrapado y arrojado, y atrapado, escupido y engullido y abrazado a mi tablón. Todo estaba negro, el mar y la noche, y el Cristina hundido, y los gritos de los que morían en el agua ya no se escuchaban, y atiné a pensar que sólo quedaba una persona con vida y que era yo, gracias a la suerte de ser sólo marinero y estar en cubierta cuando todo empezó a ir mal. Vi espesas nubes sin querer verlas, tendido por entero sobre una ola furiosa, y entonces, con todas aquellas nubes encima, me sentí chupado hasta muy adentro, más adentro que las otras veces. Descendía, entre remolinos y peces alarmados que me rozaban las mejillas, y venga a descender, llevado por un torrente de agua dentro del agua, bajando por un acantilado, y cuando el agua se calmó y fue bajando poco a poco, la cola de un pescado más grande que los demás me golpeó en la pierna, y ya no veía las nubes sino la oscuridad más oscura que haya visto hijo parido de mujer, y el tablón me salvó porque sin él quizá hubiera ido a parar donde había ido a parar el agua engullida. Cuando intenté levantarme para andar por el suelo, resbalaba, y aunque ya me figuraba dónde estaba, preferí no pensar, pues me acordé de lo que mi madre me había dicho en su lecho de muerte. Yo estaba a su lado, muy triste, y mi madre, que se ahogaba, tuvo fuerzas para levantarse de medio cuerpo para arriba y con el brazo largo, largo y seco como un mango de escoba, me pegó un tremendo guantazo y me gritó aunque apenas se la entendía:!no pienses! Y murió.

Me agaché para tocar el suelo con las manos. Estaba resbaloso y mientras lo tocaba escuché muy cerca de mí como un enorme gemido de trompa, que poco a poco se convirtió en un bramido. Y entre bramidos y gemidos, como la ronquera de unos pulmones viejos y cansados, la tierra se movió hacia arriba y yo caí abrazado a mi tablón. Medio atontado, no sabía qué pasaba exactamente, sólo sabía que no tenía que dejar el tablón en la vida, porque la madera es más fuerte que el agua. Sobre el agua revuelta una madera llana es más fuerte que todas las cosas del mundo. Quería saber dónde estaba exactamente, y cuando una parte del cerebro empezó a dolerme menos intenté andar hacia delante, y todo lo veía color tinta de pulpo asustado, y se habían terminado los gemidos y sólo escuchaba glu-glu, glu-glu. Y el suelo, bajo los pies, pues volvía a estar en pie, era de goma tierna, como aquella que chorrea tranquila de los troncos de los árboles, goma recogida, trabajada y secada y después ablandada por el calor, aunque allí dentro hiciese frío y los dientes me castañeteasen. Distraído, me encontré de nuevo sentado en el suelo con el tablón atravesado entre las piernas. Estiré un brazo y con la palma de la mano toqué la pared y toda la pared se movía como si fuese una ola incesante, como un desasosiego muy antiguo. Cogí el tablón tal estaba, de través, y embestí la pared que se movía, y el tablón y yo volamos por los aires y volvimos a caer encima del suelo fangoso. ¡A golpes de tablón! Lo clavaba en el suelo y cuando lo tenía clavado, daba un paso adelante, y así, con penas y fatigas, cayéndome y levantándome, llegué a un lugar extraño, oscuro, y al propio tiempo lleno de colores que no lo eran exactamente, fantasmas de colores, encendidos y apagones de azules y de amarillos y de rojos que se acercaban y se alejaban, colores que no parecían tales, que eran un fuego distinto del fuego y que no podría explicar, cambiantes y escurridizos. Llegaba un poco de claridad, una claridad delgada y enfermiza, y me acerqué a ella y vi la luna allá fuera por entre un enrejado de varillas. Abrazado a mi tablón dejé pasar muchas horas. Me parece. Porque cualquiera sabe dónde se había metido el tiempo. Y cuando la luna fue descendiendo, los colores se tornasolaron un poco y entonces me di cuenta de que no respiraba y de que me salía agua por los oídos, un chorrito por cada lado. Y no era agua, sino sangre, pues los oídos se me debían haber roto por dentro, y mientras me pasaba la punta de un dedo por el cuello tibio de sangre, sentí una sacudida que venía de lo hondo de donde yo estaba y con la sacudida subió un chorro de agua que apestaba a pescado vomitado. Y aquel agua me cubrió hasta los hombros, y suerte tuve que quedase quieta y que poco a poco volviese a bajar, aunque quedé apestando a pescado. Ya no me salía sangre por los oídos: pasaba el aire por ellos, pues el camino del aire se había modificado. Golpeé fuerte con el tablón en el suelo y no pasó nada, ni un gemido, ni una sacudida. Fui hacia delante, abrazado a mi tablón, entre luces de colores que no sabía si eran las mismas que ya había visto o bien otras, pues iban apagándose, y por entre el enrejado de varillas entró la luz del amanecer que se levantaba, y sentí la paz de la mar en calma, algo que no puedo explicar, como si mi mundo estuviese a punto de borrarse, no sé...Me detuve, y a través del aire que me entraba y me salía por los oídos oí una respiración muy fuerte entre el chapoteo del agua. Luego me pareció pisar un pedregal, pero eran los granos de una lengua, y de repente, tablón y yo, fuimos de nuevo por los aires, y me pareció que me abrazaban fuertemente. Un abrazo de esos que te dejan sin respiración. Casi había salido, junto con el agua, por el agujero rociador de una ballena y el tablón me había salvado de salir del todo, disparado como una bala. Y vi cosas que había visto ya muchas veces, pero ¡desde qué lugar tan distinto! Era la ballena más grande de todos los mares, la más brillante, la más antigua. Yo había pasado toda la noche dentro de ella. Clareaba pausadamente y, colgado del agujero rociador por las mandíbulas, que ya empezaban a dolerme, abrazado a mi tablón al otro lado del agujero, con los pies balanceándoseme, vi dos ríos que se juntaban con el mar, muy distintos entre sí. Las aguas de aquellos ríos tenían dos colores: colorado de tierra roja, uno; verde de algas, el otro. Y aquellos dos colores bailaban una lentísima danza de mezcla y separación. Danza y danza la danza de los colores. Yo soy colorada, yo soy verde. Ahora te pongo el colorado, ahora escurro el color verde. El verde penetra por debajo, ahora por debajo se esconde el colorado...Y mientras miraba salió el sol, el agujero se ensanchó y yo caí como una piedra. Entonces pude ver lo que había dentro. A los pies, mecido por el agua y la saliva, había un marinero. Extendido sobre la lengua, a mi alcance, con la corbata atada con un cordoncillo, el áncora en la manga, los pantalones pegados a las piernas, la cara morada, los ojos abiertos y vacíos. Tres peces se le estaban comiendo una mano. Los asusté y se fueron, pero volvieron al punto, cegados. Yo también tenía hambre, pero me la aguanté, y abrazado a mi tablón, saludé a la muerte y canté su himno. Pasé tres días persiguiendo peces y yendo de un lado para otro y de vez en cuando un golpe de lengua me estampaba en su mejilla. Hasta que..., me duele el decirlo...,pasé aquellos tres días intentando sacar al marinero fuera. Ella apretaba las varillas y yo los dientes, y me apretaba también el cinturón para poder hacer más fuerza. De tanto apretarme el cinturón, se me despertó más el hambre, y empecé a comerme al marinero, a pedacitos. Estaba duro y lleno de nervios, muchos nervios. Con todo, prefería comerme a un marinero que no conocía a comerme a un marinero conocido. Algún pescado lo había vaciado cuando aún vagaba por el agua. Estaba entero, excepto los ojos y las entrañas. Esto hizo que se conservase y pude hacerlo durar más días. Tiraba los huesos más pequeños por entre las varillas, pero los más grandes me los quedé. Las varillas del lado derecho estaban limpias y raspadas. Las del lado izquierdo eran una mezcla de algas, conchas y moluscos. Para no comer siempre marinero, a veces comía mariscos. Lo peor era la sed. Pero todo tiene arreglo. Un día, de milagro, entró un cazo. En seguida pensé en los árboles de la goma y de un solo golpe, sin piedad, clavé el cazo por el mango en el cielo de la boca de la ballena. Al día siguiente estaba lleno de jugo y pude beber. El agua del mar, salada, hace que la carne de los peces sea dulce. Volví a clavar el cazo. Siempre tenía que hacer agujeros nuevos, porque las heridas causadas con el mango cicatrizaban enseguida. De vez en cuando, si me descuidaba, me atizaba con la lengua contra el paladar y allí me tenía durante horas. Navegábamos despacio. Ya había marcado siete rayas con la punta del cuchillo en una de las varillas. Siete días. Una mañana, embestí las varillas para ver si abría brecha y todo empezó a dar vueltas y yo iba arriba y abajo, tan pronto encima de la lengua como debajo, tan pronto a un lado como arriba del todo y, pagado al paladar, tuve el acierto de pegar un grito: ¡párate, Cristina!...Me encontré sentado con mi tablón atravesado encima del pecho. En aquel momento, sin advertirlo, la bauticé.

Por entre las varillas vi mares de todas las clases. De distintos azules y color vino, lo que quieras, con olas doradas y montañas de hielo y nieblas al amanecer. Y yo temblando y sufriendo. Me decía: todas las lágrimas de la tierra van a parar al mar. Y la ropa se me deshacía, podrida. Primero se me deshilacharon los bajos de los pantalones, después la marinera, la ropa se fue no sé cómo y me quedé sólo con la correa de cuero y el cuchillo, que tenía el mango de nácar, cruzado bajo la correa. Pronto tuve que hacerle nuevos agujeros. A veces, si me dormía durante un rato, soñaba que apretaba el cinturón y que dentro del cinturón ya no quedaba nada...¡Costas verdes! Cuando vi aquellas costas me puse a rezar. Volví a jugarme la vida y volví a pegar empellones con el tablón. Cristina se sumergió. Estuvimos mucho rato dentro del agua. Cuando salimos mis oídos respiraban enloquecidos pero las varillas se habían abierto como la puerta de una presa y yo me fui hacia el bendito mar de Dios, que ya no parecía hecho de lágrimas, sino de las risas de todas las fuentes del mundo. Y el tablón y yo íbamos así, mecidos, hacia la tierra verde. Había pájaros que chillaban junto a la orilla y me pareció que la brisa traía el aroma de espigas y de pinos. Pero de repente la oí llegar, sin siquiera volverme, su sombra me cayó encima y por la boca envarillada volvió a meterme dentro de ella. Y empezó la mala vida. Seis meses; todas las noches pegándole golpes de tablón por dentro, soltándole garrotazos en la lengua con el hueso de la pierna del marinero, que cualquiera sabe dónde había ido a parar. Con el cuchillo le hacía cruces en el costado del paladar y debajo de la lengua. Le hundía el cazo, que ya estaba mohoso, para que la envenenase, la pinchaba con la hebilla de la correa. Al final, ya no navegaba: iba sin tino por encima del agua, un poco escorada. Le marcaba los días hundiéndole la hoja del cuchillo en el paladar que temblaba como si fuese gelatina, y de las señales le chorreaba sangre blanca y sangre roja. Cuando tuve todo un lado del paladar hecho trizas, empecé a marcarle el otro. Un día le corté un grano de la lengua y oí un bramido que parecía el órgano del día de difuntos. Por las noches le salía, desde muy adentro, un gemido, como si todas las campanas de los campanarios del mar doblasen al mismo tiempo, ahogadas por el peso del agua y de la sal. Cristina se mecía lo mismo que una cuna y me mecía para dormirme, pero siempre desconfié de ello. Empecé a comérmela. Marcaba una cruz y después cortaba la carne por debajo y me la comía masticando bien, como había hecho con el marinero. Un día, los gemidos parecieron gemidos humanos y Cristina se sumergió y pasó muchísimo tiempo dentro del mar. Aunque yo respiraba por los oídos, cuando volvimos a la superficie fue como si volviésemos del infierno del agua. Le cortaba la campanilla, le dejaba el tablón apuntalado en la entrada de la garganta y le rayaba la lengua a cuchillazos. Cruces y más cruces, días y más días. A veces le zumbaba un golpe de tablón en el paladar allí donde lo tenía más vacío de carne. Sin cesar. La lengua estaba demasiado dura; sólo me comía el paladar y la carne volvía a brotar y yo la veía crecer como si fuese hierba de primavera. Cuando le ponía el hueso de la pierna del marinero debajo de la lengua se me volvía loca como un conejo. Pero así que la dejaba tranquila, volvía a navegar, un poco escorada, despacio, como si de repente el agua del mar, cansada de brincar y gritar, se hubiese vuelto espesa y difícil. Pasaba el tiempo, con sus días, sus meses y sus años, y nosotros siempre adelante porque en el fondo de una extraña oscuridad sentíamos que en un lugar que nunca acertábamos a encontrar, nos esperaba quién sabe si el último haz de luz sobre la sombra, o aquella especie de recuerdo delgado que dejan las cosas cuando se van para siempre. Al final me cansé. Vivía arrinconado en un hueco del paladar, y ella me guardaba abrigándome con la lengua y yo sentía como si me acartonase, y es que ella, con su baba, me iba cubriendo de costra. Y ni ella ni yo sabíamos qué mares navegábamos, hasta que una noche se quedó encallada sobre una roca y en aquella roca murió, toda marcada por dentro. La playa no estaba lejos: media hora de remo, apenas. Quise abrir las varillas a golpes de tablón, pero no pude porque el tablón ya estaba medio podrido por los cantos y se había cortado y adelgazado. Con un enorme trabajo salí por el rociador y cuando estuve fuera me dejé caer deslizándome por la gran curva de su lomo hasta el agua, pero no sentí nada porque debía haber ido a parar a una especie de mundo que debía de ser el mundo de los limbos. El mar me lanzó sobre la arena y allí me recogieron. Al despertar, me encontré en un hospital y una monja me daba de beber leche recién ordeñada, y yo no podía tragar porque tenía la lengua y la garganta como si fuesen de piedra. Y otra monja, con un martillito de madera, que luego me explicó habían hecho expresamente, iba golpeándome la costra, que era de perla, y de este modo iba arrancándomela. Al principio, la costra con los golpes del martillito se estrellaba. Y al cabo de unos cuantos días se despegaba a miajitas, pues la monja la iba regando con un porrón de agua preparada. Y la monja hacía su trabajo con resignación y decía: “Señor, la piel de debajo de la costra parece la de una lombriz de tierra”. Y cuando ya tenía casi toda la costra arrancada y sólo me quedaba en la mejilla derecha y en medio lado de la cabeza, la monja me dio unos pantalones de hilo y me dijo que tenía que presentarme para que me hiciesen los papeles. Y me presenté y en seguida me dijeron aquello de que cómo me las había arreglado para vivir, durante tantos años, y de que si creía que les iba a tomar el pelo...Y el viento y el sol que siembran y maduran me iban haciendo una piel tierna, y suerte de ello porque todo yo estaba tan vacío como el paladar de Cristina. Y cuando ya hube vagado bastante, volví al hospital y la monja me preguntó si la piel me dolía cuando salía a la calle, tan delgada, y yo le contesté que la piel sólo me dolía, y mucho, cuando ella me golpeaba con el martillito la costra y me la regaba con aquella agua preparada que hervía un poco en contacto conmigo. Después me metía en la cama con mucho cuidado y dormía muy mal. Un día, claro, me echaron del hospital y me dijeron que ya estaba curado. Me dieron un buen plato de sopa caliente en vez de leche recién ordeñada, y a la primera cucharada arranqué a gritar y a correr porque mis entrañas estaban en llaga viva, y mordidas y podridas por toda la carne enferma que había comido de mi Cristina. Salí a la calle gritando aún, en el momento en que los niños iban a la escuela y un muchachito, casi asustado porque yo lo miraba, me señaló con el dedo y dijo en voz baja a los otros: es de perla. Las manos me brillaban todavía con aquellos trocitos de colores que las conchas tienen en el lado liso...Y veía los ojos de los niños, un rebaño de ojos azules y negros que me seguían y no me dejaban como si se sostuviesen a media altura sin nada alrededor y sólo fuesen a lo suyo...Me detuve, con la mejilla y media cabeza de costra de perla, tan bien pegada, tan bien casada con la carne, que el martillito nunca pudo romperla. Y me estuve quieto hasta que los niños se cansaron de mirarme, y entonces fui hasta todo lo alto de los acantilados, fuera del pueblo, a todo lo alto, allí donde hacen el nido los pájaros de agua y donde mueren las mariposas en otoño. Y con el corazón lleno de cosas que temblaban como las estrellas en la noche me quedé mirando al mar y a la oscuridad que lo iba cubriendo. Por el lado en que el sol se ocultó, se arrastraba aún un poco de luz que se iba esfumando, y no bien estuvo todo negro, de parte a parte del mar surgió una carretera de luz ancha y quieta, y por aquella carretera de luz ancha y quieta pasaba mi Cristina con el rociador en marcha y yo iba encima de su lomo abrazado a mi tablón, como antes, cantando el himno de la marinería. Y desde donde estaba, desde todo lo alto de los acantilados, lo escuchaba muy claramente, allá abajo, cantado por mí en medio de toda aquella extensión de agua, carretera adelante, sobre mi Cristina, que dejaba un rastro de sangre. Terminé de cantar y Cristina se detuvo y yo me quedé sin respiración, como si todo se me hubiera ido por la vista, hasta que mi Cristina, y yo encima suyo, saludando y callados, nos perdimos hacia el lado donde el mar da la vuelta para ir aún más lejos...Me senté en el suelo con las piernas dobladas y me dormí con los brazos encima de las piernas y la cabeza encima de los brazos. Y debía de estar muy cansado porque me despertó la luz del amanecer con los gritos de los pájaros que no saben cantar. Salían blanquísimos, de los agujeros de las rocas en grandes vuelos, en compañía, haciendo chasquear las alas, y se tiraban en picado al agua y volvían a subir raudos con peces en el pico que daban a sus pequeñuelos, y había otros que en lugar de peces traían ramitas y briznas de hierbas, para construir sus nidos. Me levanté, mareado por el griterío, y el mar estaba liso como un tejado, y empecé a bajar hacia el pueblo y cuando estuve cerca de las primeras casas una mujer sucia y despeinada salió de un portal y se me tiró encima, y gemía, y me golpeaba en el pecho con los puños, y y gritaba, eres mi marido, eres mi marido, y me abandonaste...Y juro que no era verdad, porque yo nunca había estado en aquel pueblo, y si hubiese visto alguna vez a aquella mujer me hubiese acordado porque tenía los dientes de la parte de arriba colgándole sobre el labio inferior. La aparté con el brazo y cayó al suelo, y con el pie la empujé y separé de mí con cuidado, pues un niño nos estaba mirando desde una ventana. Y fui de nuevo allá donde hacían los papeles. Estaban celebrando algo que no sabía qué podía ser. El caso es que todos estaban bebiendo vino dorado en unas copas pequeñas. Estaban de pie y el del bigote me vio en seguida y se me acercó con cara de no querer estorbos, y vi a otro, con manguitos, que hablaba al oído de uno que no tenía ni un pelo, y por el movimiento de los labios adiviné lo que le estaba diciendo: la perla. Y todos se volvieron a mirarme y el que se me había acercado volvió a decirme: mañana; y me acompañó hasta la puerta, y casi me echó a la calle, mientras iba diciendo, como una canción: mañana, mañana...

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